miércoles, 3 de febrero de 2016

Esperanza en París.

Pasaron diez minutos, pasaron veinte.
Al cabo de una hora,ella no aparecía y yo seguía esperando, sentado en una terraza al pie de la torre Eiffel.
Ya iba a irme cuando de repente la vi aparecer, con los vuelos de la falda alborotados, al igual que su pelo, los tacones que parecían llevarla al cielo y esa camisa, con ese maravilloso escote.
Sonrió nerviosa, tímida, y me miró con ojos culpables ¿Quién podría enfadarse con ella? Me daba igual esperar una o dos horas más solo por verla.
Esperaría la vida.
Le acerqué la silla para  que así le fuera más fácil sentarse, ya le había pedido el café antes, como hacía siempre, pero estaría frío así que le pedí otro y el suyo me lo bebí yo.
Ella se merece lo mejor.
Hablamos y hablamos de cosas insignificantes, que cobraban sentido si era ella quien las contaba.
La llamaron al móvil, habló durante veinte segundos, pero bastó para ponerla nerviosa.
Me miró, con esos ojos verdes, que mirada, ahora sí que estaba seguro, aunque aún no hubiera nada entre nosotros, sé que podría funcionar, era imposible que no funcionara. Estaba seguro de pedir su mano, esa misma noche iría a su casa y se lo pediría. Estaba seguro.
No puedo vivir un día más sin ella a mi lado.
Encendió un cigarillo y asomó un anillo, es una mujer con clase, caprichosa, ella se permitia el lujo de comprarse joyas.
Yo le compraría todas las joyas del mundo si ella me lo pidiera, le concedería todos sus caprichos.
Antes de que se acabara el cigarillo apareció un hombre, a ella la abrazó y a mi me tendió la mano.
Era apuesto, alto, el típico parisino moreno de ojos verdes.
Antes de pedir la cuenta, ella me dijo:
 -No podía esperar a presentarte a mi prometido, espero que no te importe que hoy comparta el café con nosotros.

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