Tanto hablabas.
Hablabas y hablabas.
Cada vez que habrías la boca veía una tormenta acercándose.
Pero nunca me atrevía a calmarla con un beso.
Y seguías hablando y desatando tormentas cada vez que
hablabas.
Un día abriste la boca para hablar y vi la tormenta
acercándose pero entonces sí que me atreví a calmarla con un beso.
Y cuando me separé de ti, vi una sonrisa en tu rostro y asumí
que nunca podría detener ningún desastre que causaras tú.
Si tus palabras eran tormenta ya ni hablemos de tus ojos.
Y si no hablamos de tus ojos mejor ni recordemos tus
lágrimas. Ni aquellos días en el que el cielo me lloraba como si supiese que mi
mayor secreto está en tus palabras, tus ojos, tus lágrimas…
Un día me miraste y con los ojos llorosos me hablaste.
Ya no supe qué hacer con tanto desastre.
Me apoyé contra el muro y en un instante me sentí muerta.
Ya no supe que hacer, si quedarme muerta o abrazar a la
muerte.
Así que te abracé.
Y me di cuenta entonces que aunque no hallaba la forma de
detenerte siempre podía abrazar a tus desastres.
Y lloverte cuando me llovías. Sonreír cuando salías de entre
las nubes.
Cómo no sentirme la más afortunada cuando empujabas todos
tus sentimientos a mi corazón.
Porque tú vives allí, en un hueco de mi corazón.
Me miraste y parecías el cielo.
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